"El pintadedos" de Carlos Catania (Ediciones UNL/Serapis, 2022)
- José Henrique

- 22 sept
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 25 sept

El oficio de pintadedos es el que se encarga de hacernos tocar el pianito, de dejarnos pegados, marcados, en fin, el que nos saca la ficha y da el puntapié inicial para armarnos prontuario.
Publicada por primera vez en 1984 por Legasa, esta novela de Catania (si no es la primera que sale sobre la dictadura en democracia pega en el palo), había quedado injustamente en el olvido. ¿Acaso porque el texto se niega a ser cómplice del mecanismo de buscar “demonios” en los que expiar culpas?
La novela es, literalmente, arrasadora. Marcada a fuego por la “violencia inocente” de los que "no hicieron nada" (exactamente así, con todas las acepciones contradictorias de cada uno de los términos de esta oración).
No es casualidad que esta novela haya sido ninguneada, porque denuncia de forma incómoda y de forma radical, lo que va a venir, el juicio de los dos demonios, el punto final y la obediencia debida, el indulto, su ruta... Lee el germen culposo de una sociedad, en su mayoría auxiliar del horror, que busca armar chivo expiatorio, colocándose a la vera de los monstruos.
Claro que la violencia estatal está presente con la desmesura tragicómica de los tanques “Sherman” en las calles, con los aviones bombardeando sin miramientos al pueblo entero, incluso después del colaboracionismo desmedido del mismo (entre todas las delaciones habidas y por haber, llega al paroxismo de aceptar fusilar, sin chistar, a dos mongólicos que, en sus ataques de epilepsia, denuncian a todos y todo).
Cada uno de los personajes de esta novela "finge demencia", ¿les suena? Salvo el indio, el subversivo perseguido, cuyo último objetivo es ajusticiar a todos, entregando después de ser descuartizado cual Tupac Amaru, un pedacito de su cuerpo como suvenir, como recuerdo de la ignominia. Pero no lo hace con su propia mano, no, inclusive hasta último momento los insta a abandonar el pueblo; que lo dejen solo inmolándose contra el ejército que lo persigue. Pero lo que se impone con su fuerza inercial, embriagada de un horror desopilante, es la delación hasta la embriaguez, hasta la autodestrucción más humillante.
El pintadedos, es el único que descubre para qué vuelve el Indio a su pueblo natal a concretar la denuncia y redimir también su culpa, quién sabe porque es el que más lo conoce; quién sabe porque de niños fueron parte de “los inseparables”, los que fueron seducidos por la Moira que se los cogía a los cuatro del grupo llevándolos a un idilio de placer que marcó sus vidas; quién sabe porque comprende que fue el Indio, el que en su inocencia, quiso ir más allá sobándole los huevos al toro, calentándolo hasta el extremo, mientras la Moira se ponía en cuatro, lujuriosa, tentadora, para recibir la gran verga del toro, que en su embestida la termina descuartizando a ella. ¿Hay acá, quién sabe también, una metáfora desgarrada de la posesión de la República? Lo cierto es que el pintadedos comprende y lo delata, aunque siga fingiendo demencia para con su socio, el fotógrafo policial, que se viola a su hija. Sí, así de indigerible es la violencia de esta novela, plagada de pasos de comedia. ¿Podía ser de otra manera...?
Por eso, esta edición de Ediciones de la Universidad del Litoral junto con la editorial rosarina Serapis, es un rescate imprescindible en los tiempos que corren. Si se atreven, léanla, aunque para ello, tengan que poner los diez dedos entintados en la ficha prontuarial.







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