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La ramificación del mundo

Reseña #649 / Sólo Tempestad

1.

—Querido Google, encuéntrame reseñas de El Hotel, escrito por José Henrique y editado por la editorial Final Abierto—, dije con la taza de café en una mano y las lagañas incrustadas en los ojos. La traducción de la sentencia es lacónica y mucho menos elegante: “El Hotel” “José Henrique” “Final Abierto”. Buscar.

—No—, respondió. Aunque siempre es un no simbólico: páginas y páginas de resultados irrelevantes. En estos casos, siempre está la posibilidad de que quien busca sea un idiota. Y ser un idiota es una opción devastadora y factible.

Encontramos la contratapa, la presentación del libro —muy interesante, por cierto—, la página de la editorial, la página del autor, links a librerías. Reseñas, no. ¿Por qué no? Un misterio. ¿Misterio o analfabetismo tecnológico? En este caso, es lo mismo.


2.

Por convención, digamos, existe un adentro y un afuera. También digamos que lo fronterizo es dinámico, chicloso, una suerte de gomaespuma. Ahora, quitemos una de las partes, en este caso, el afuera, que sólo quede el adentro, un adentro circular, infinito, ¿eso sería el infierno, una transubstanciación convencional? Nótese el esfuerzo que hacemos para escapar de algún lugar común hegeliano.

Eliminemos también la convención. No hay un adentro, no hay un afuera. Le hemos puesto un bombazo a la demarcación y, sólo entonces, hay una complexión indeterminada del espacio y todo es “El Hotel”. El universo es “El Hotel”. Y en “El Hotel”, el rastro del tiempo también ha desaparecido. Quedan los cuartos, las puertas, las facciones y la fiebre intensa de unos personajes que giran alrededor de un punto ciego, sin fin. La pregunta sobre el afuera no existe y tiene sentido, porque más que una naturalización, es una configuración del mundo. La locura como mundo, donde lo frenético del diálogo se agota en la quiescencia de las escenas.


3.

El tableteo en una Remington de carro largo es el ritmo con el que el narrador acompaña la historia, a veces en primera persona, otras veces en tercera. Un narrador deficiente, que es en toda la trama una incógnita: quién es, qué hace, cómo llegó hasta aquí, ¿importa? ¿Es la narración el producto de una mente alucinada? De nuevo, ¿importa?

De las rencillas de una familia algo disfuncional, nacen los ramificaciones que abarcarán ese universo que es El Hotel. Pero lo disfuncional sobre lo disfuncional no establece ninguna coherencia, sino más bien una carrera desbocada hacia un sinsentido particular. La Deo, suegra y madre que lo abarca todo con maledicencia. Julia y Ariel, que soportan con estoicismo o resignación. Y el visitante, que observa y narra, en un cuarto de paredes descascaradas, en medio de montañas de libros y moho. Aquí no hay preguntas sobre la cordura, sino un escapar hacia adelante.

Las construcciones más bellas y excéntricas se dan con los monólogos de la Deo, que agota la posibilidad de la historia real y ficticia, las mezcla en la autoreferencia y la extrapola. ¿La historia del hotel es la historia de la Deo? ¿Las ráfagas de la Deo son la invención de un narrador que resulta no ser confiable? ¿Es todo esto una metonimia monstruosa? Sí, es una metonimia aterradora. También un poco monstruosa.

Lo repetitivo del método de lo circular resulta claustrofóbico. Es una novela que, a pesar de ser corta, requiere de un esfuerzo. ¿Podría evidenciarse de otra manera la tensión de la antinomia? ¿De una forma, quizás, más seductora para el lector? Es una pregunta sin respuesta, quizás sin sentido, totalmente irrelevante.

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